Michael
Koryta y su Lincoln Perry lo han vuelto a hacer. Han vuelto a dejarme
con ganas de más.
Algún
día se acordarán.
Cuando este autor por fin rompa y su nombre comience a sonarles tanto
como los de Elmore Leonard, Michael Connelly o Dennis Lehane,
recordarán alguna de mis reseñas y dirán: “había un librero un
tanto motivado que siempre se lo recomendaba encarecidamente a todo
amante de la novela negra americana en general y del hard-boiled
clásico
en particular”. Sabrán que pudieron leerle en sus principios
editoriales españoles, cuando descubrir a un autor deja la sensación
del niño que cava en la playa y encuentra un cofre con monedas de
oro, impresión muy distinta a la resultante por la exposición de un
industrial y masificado boca a oreja. Incluso tal vez maldigan no
haber estado ahí y se maldigan por no haberlo sabido ver. “Es que
hay muchos autores”, se justificarán ustedes. “No como Koryta”,
seguiré diciendo yo.
El
cadaver torturado de un abogado adinerado, un protagonista sospechoso
pero inocente, un hijo desaparecido peleado con su padre desde hace
años, una viuda destrozada que fue prometida del protagonista, un
policía tan profesional como terco y escéptico, ecos (y no sólo
ecos) de Esta
noche digo adios
y secuelas de El
lamento de las sirenas,
sus dos igualmente recomendables casos anteriores... Todo combinado
con habilidad siguiendo el ejemplo de los maestros clásicos, la
Santísima Trinidad del hard-boiled
(Hammett, Chandler y MacDonald) pero (milagro) ambientado en la
actualidad (no crean que es tan fácil).
¿Qué
más necesitan? Yo lo tengo claro: el cuarto libro. Pero ya. Y cuando
llegue volveré a dejar lo que esté leyendo para disfrutarlo. Nunca
hago esperar un Koryta con su Lincoln Perry, no pierdo un instante
en comenzar a disfrutarlo.
Honestamente,
no se me ocurre mejor garantía venida de un librero.
Bernabé
Naharro Sanz
Librería
Luces
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